Hace ya casi seis meses que llegué a Barcelona, pero quizás menos de dos desde que empezase a asimilarlo por completo.
Durante
el año anterior me había dejado caer dos o tres veces por aquí; y
recuerdo pensar -más a viva voz que para mis adentros-, que volvería.
Casi como pidiendo quedarme,
casi como un anhelo; desconociendo que a corto plazo, por vueltas de la
vida, se haría realidad.
Reconozco
sin embargo que cuando me vi cerca de dejar Madrid, si es que eso en
algún momento llegó a pasar, el Mediterráneo no entraba en mi planes.
Aún me pregunto si había realmente algunos.
Pero supongo que es a veces lo inesperado lo que nos ofrece lo que, aunque no sepamos, necesitamos escuchar.
Así que aquí llegué, un 1 de enero, con más ganas que miedo. Creo. Y 13 cajas de cartón.
El
88% de mi vida lo había pasado frente al mar; y no diré que sin
aprecio, pero quizás sin echarlo tanto en falta como se esperaría cuando
me tocó poner pie en la
capital.
Llegar
a Barcelona lo sentí por tanto de primeras simplemente como un cambio
de aire. Que no de aires. O quizás también. Pero con el tiempo descubrí
que, en el fondo,
llegar a Barcelona supuso fundamentalmente un reencuentro.
Con la emoción de los comienzos cuando sientes que todo es aún posible.
Con mi persona.
Y con el mar.
Ahora es cuando veo con claridad el punto de inflexión que me ubicó en esta ciudad por completo.
Y solo espero que siempre me quede ese lugar donde sentarme a mirar.