He viajado sola muchas veces en mi vida. La
primera fue a los 14, y fue difícil pararme después. Pero no os
asustéis, siempre había alguien al otro lado, aunque no le conociese
todavía. Venía sin embargo sintiendo la curiosidad desde hacía tiempo de
cómo sería hacerlo sin ese apoyo. Es decir, totalmente libre: desde el
taxi de ida al metro de vuelta. Y así lo hice. Principios de mayo fue el
momento e Ibiza fue el lugar.
No conocía la isla, buscaba desconectar, y casi sin darme cuenta me vi embarcando a las 6:50 de un jueves con mis mejores ojeras y mis mayores ganas. Fueron tres días intensos; me alojé junto a Dalt Vila y me enamoré al instante.
No quería la Ibiza
de fiesta, ni la de Ses Salines saturada. Buscaba la de creer en el
paraíso, y la de disfrutarlo fuera de temporada. Caminé hasta Torre de ses Portes -lo más meridional de la isla-, me
perdí entre casas blanca y tiendas de decoración; vi Cala Gració
totalmente vacía, e inmortalicé, por supuesto, absolutamente todo lo que pude. Sobre el
papel y con la cámara.
También
tomé el ferry a Formentera, no podía dejarlo escapar. Vi Es Vedrà a
lo lejos en el camino y sentí que por un momento se ralentizaba el
tiempo mochila a la espalda. Luego recorrí toda la isla en bici -Ses
Illetes incluida-, y
soñé, comiendo en Caló des Morts, con algún día mudarme allí y con
suerte
vivir del aire.
Tuve que irme, pero decidí volver.
Quizás sola, quizás acompañada. Al fin y al cabo siempre es mejor hacer planes que esperarlos desde el sofá.